La Feria de Abril en Sevilla
Llegué a mi nuevo trabajo en España en enero de 1985. En marzo Elena, una compañera, me habló acerca de la Feria que tiene lugar en abril en Sevilla. Me dijo que una de sus amigas iba a abandonar la ciudad durante una semana para alejarse del ruido de la fiesta y que estaba dispuesta a permitir que Elena y sus amigos usaran su apartamento. Como empleado del gobierno, dependía de la embajada de los Estados Unidos y ellos siempre se ocupaban de la gestión de mis viajes. Así pues, pedí a la sección de viajes de la embajada que se encargan de alquilar una furgoneta para nuestro viaje a Sevilla.
Nuestro grupo estaba formado por Elena, su marido, Juan, Jacinto y yo. Juan era de Valdepeñas, una ciudad que está a unas dos horas y media de distancia del sur de Madrid y que casualmente se encuentra en el camino que conduce a Sevilla. Valdepeñas es conocida por sus bodegas, así que sin pensarlo dos veces decidimos hacer una parada para comprar vino. Una vez que acabamos esta pequeña tarea, nos pusimos otra vez de camino hacia Sevilla, que quedaba a unas cuatro horas más de viaje hacia el sur.
Cuando llegamos a Sevilla había algo de tráfico, estaba oscuro y me encontré con que muchas de las calles del centro eran de un solo sentido, lo que complicaba un poco la navegación. El marido de Elena dijo que conocía el camino y que estaría encantado de llevarnos hacia allí, así que le cedí el volante. Sin embargo, no me había dado cuenta de que todos los pasajeros de la parte de atrás de la furgoneta se habían pasado las cuatro horas del trayecto degustando el vino de Valdepeñas, por lo que el marido de Elena estaba bastante alegre.
Justo después de tomar el volante, el marido de Elena bloqueó el paso a otro coche y el conductor se enfadó bastante, aunque parecía que yo era el único que me había dado cuenta. Enseguida llegamos a una luz roja y el coche que habíamos bloqueado se encontraba a dos coches por delante de distancia de nosotros. El conductor se bajó del coche, cerró la puerta de un portazo y empezó a patalear mientras se dirigía a hacia nosotros con sus manos convertidas en puños. Pero al acercarse, pudo echar un vistazo y empezó a reducir su paso, ya que las siluetas le dieron cuenta del número de personas que había en la furgoneta. Así pues, se lo pensó dos veces y regresó a su coche.
Entonces empecé a pensar: La embajada había gestionado el alquiler, yo era la única persona autorizada por el seguro para conducir, el conductor actual estaba borracho y casi habíamos tenido un accidente para terminar después casi involucrados en una pelea de conductores furiosos. ¿Qué había hecho? Pero media hora después, ya habíamos conseguido llegar al apartamento, encontrar un lugar para aparcar (algo también difícil en el centro de la ciudad) y estábamos tranquilos y relajados en nuestro alojamiento.
Al día siguiente fuimos a la feria. El recinto ferial es muy extenso, casi como una ciudad separada y cada año se instalan allí más de 1.000 casetas, que tienen la estructura de una carpa. Durante el día se pueden ver muchos caballos y coches de caballos paseando por la ciudad. Las mujeres visten trajes de flamenca, que son largos, coloridos y con muchos volantes. Los hombres también se visten de gala con chalecos elegantes y sombreros de ala ancha, y los caballos son engalanados con trenzas en crines y colas, y varios adornos de colores aquí y allá. Mucha gente de Madrid me advirtió que la feria de Sevilla era solo para las personas de la ciudad porque casi ninguna de las casetas estaba abierta al público, sino que estaban reservadas para amigos y familiares. Sin embargo, la amiga de Elena que nos había prestado su apartamento también nos había proporcionado las señas de varias casetas cuyos dueños conocía y en las que sabía que seríamos bienvenidos.
Las casetas estaban llenas de jerez, jamón serrano, pescaíto frito, gambas a la plancha y muchas más cosas. Había mucha música y bailes de sevillanas, un tipo de flamenco. Para mí, las sevillanas son mucho más alegres que el flamenco normal. Juan, uno de mis mejores amigos, es de Sevilla y se refiere a las sevillanas como “flamenco light”.
Pero una noche descubrí que el hecho de ser un extranjero que posee una cámara cara, una bolsa para la cámara con varias lentes y una gran sonrisa eran a menudo más que suficientes como para que te invitaran a entrar a una caseta. También me di cuenta más adelante de que Jacinto y Juan parecían animarse mucho en ciertas casetas y que las personas de dichas casetas era bastante hospitalarias y estaban dispuestas a posar para las fotos cuando se lo pedíamos. En esta época estaba aprendiendo a hablar español y no entendía bien lo que Jacinto y Juan andaban tramando, pero la semana siguiente en el trabajo me comentaron que le habían dicho a todo el mundo que trabajaba en Newsweek y que estaba tomando fotos para esa revista estadounidense. Se sorprendieron al saber que no tenía ni idea de lo que hacían.
Otro signo de mi escaso dominio del español salió a relucir tras mi regreso al trabajo en Madrid, cuando intenté contarle a un compañero español que acababa de llegar de la feria, para tan solo obtener como respuesta un “¿eh?” Tras repetir la frase varias veces, al final mi compañero terminó diciendo: “ah, la feria de Sevilla”. Cuando repetí la anécdota al que sería más o menos el cuarto compañero, este me explicó que estaba pronunciando mal la palabra “feria”. Mi profesor de español me había dicho que el acento de la mayoría de las palabras recaía en la penúltima sílaba y por eso pronunciaba la palabra como si llevara el acento en la “i”, si bien para hacerlo correctamente había que marcar la sílaba “fer”. El hecho de que esta pequeña diferencia impidiera que mis compañeros no pudieran reconocer la palabra me asombraba. Pero la tortilla si dio la vuelta muchas otras veces cuando mis amigos españoles me decían algo en inglés que no podía entender debido a un cambio en la pronunciación de una letra, o un acento mal puesto. Y así es como llegué a apreciar lo difícil que podía ser hablar en una lengua extranjera.
Hablando de revistas y ferias, regresé a la feria un par de años después por mi cuenta y un caballero de una caseta me invitó a entrar y quiso mostrarme un ejemplar de la revista National Geographic de abril de 1951. En la página 513 salía una foto de su mujer ataviada para la Semana Santa, que tiene lugar dos semanas antes de la feria. Llevaba un vestido negro y una mantilla a juego con un lazo que cubría una peineta alta de carey colocada en parte de atrás de su cabeza. Además, dos flores rojas adornaban sus orejas y otras dos más en el escote de su vestido. El autor de este artículo pudo observar que la mayoría de las mujeres españolas eran morenas, pero algunas, como la mujer de este hombre, eran rubias, quizás como reflejo de algún antepasado visigodo.
Qué gran manera de comenzar el recorrido de mis diez años trabajando en España. ¡Olé la fiesta!